diumenge, 3 de març del 2013

Orígen del centralisme espanyol


Carles V, a la batalla de Mülberg
La disperssió de l'imperi a l'època dels Àustries
La revista  Muy interessante (Núm 46,1 de març de 2013) planteja el el perquè de la unitat de  l'imperi dels Àustries. En una època en que una carta de Milà tardava  de 20  a 80 dies a arribar a Madrid...es veia molt necessari mantenir la unitat d'un imperi de territoris geogràficament i culturalment tant dispersos.
La defensa del catolicisme és una l'altre element fonamental que neix amb la voluntat d'aconseguir un element  identitari unificador. Els resultat, però, sovint era el que no es pretenia: si Flandes volia independitzar-se, no era per que les relacions econòmiques fossin dolentes (la llana de Burgos es venia molt bé per per fer teixits a Flandes) sinó per que la noblesa havia abraçat el protestantisme. Això explica les múltiples guerres de l'època moderna a centreuropa.
La revista planteja també la diferència de les monarquies absolutistes austríaca i borbònica. Pel professor Martínez Shaw, la dels Àustries és més federal, la dels borbons, més centralista.

La mo­nar­quía de los Habs­bur­go, po­see­do­ra de un im­pe­rio de fa­bu­lo­sa ex­ten­sión y pro­ta­go­nis­ta de la po­lí­ti­ca de su épo­ca, mar­có de­ci­si­va­men­te la his­to­ria de Es­pa­ña en los si­glos XVI y XVII con sus lu­ces y som­bras.. La primera evidencia que puede deducirse de aquella dinastía es la impresionante extensión de los territorios del imperio que llegó a acumular. Con el título de Emperador o sin él –de hecho, sólo Carlos V lo tuvo–, los Austrias tuvieron plena conciencia de la intimidación que, para los demás reyes europeos, suponía la inmensidad de sus posesiones territoriales. Recuérdense los 32 títulos que acompañaban la designación de un rey como Felipe II o Felipe III: 19 de ellos pertenecientes a la península Ibérica, uno al mundo americano designado vagamente como Indias orientales y occidentales, islas y tierra firme de la Mar Océana, y el resto, a los demás territorios dispersos: duque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol…

El poder de los Austrias hubo de asumir los condicionamientos de la inmensidad y la pluralidad de los territorios que englobaba: su enorme extensión, difícilmente abarcable, con distancias insuperables –un correo tardaba en el mejor de los casos quince días en ir de Bruselas a Granada, y entre veinte y ochenta de Madrid a Milán; la noticia de la matanza de San Bartolomé tardó quince días en conocerse en Madrid, y la victoria de Lepanto, tres semanas; de Cádiz a México, un barco tardaba unos noventa días como mínimo en el viaje de ida y vuelta, unos 128 días de media–, los hacía especialmente difíciles de gobernar por la diversidad de sus componentes territoriales. Coexistían bajo el dominio del rey territorios distintos y distantes.
La conciencia del rey ausente flotó siempre entre los súbditos. Incluso en la Castilla centro de la monarquía. De diciembre de 1580 a marzo de 1583, Felipe II estuvo en Lisboa. Carlos V convocó seis veces las Cortes de Cataluña, en su presencia o en la de su hijo; Felipe II, sólo dos, en 1564 y 1585; Felipe III, sólo una vez, en 1599; Felipe IV, otras dos, en 1625 y 1632; Carlos II, ninguna. El reino de Aragón sólo vio al rey catorce veces (diez en el siglo XVI, cuatro en el XVII). El reino de Valencia lo contempló en doce Cortes. Únicamente Carlos V fue un viajero impenitente, que intentó abordar directamente los problemas con su presencia. Los demás fueron extremadamente sedentarios. Nunca los reyes estuvieron ni en Italia ni en las islas ni, por supuesto, en América: la delegación en los virreyes contribuyó a radicalizar el extrañamiento debido a la sesgada identidad (casi siempre castellana) de su procedencia.

Pluralismo o centralismo. 
El problema de la invertebración de la monarquía a lo largo y ancho de Europa y América empezaba con la propia invertebración hispánica, cuyo centro de gravedad se sitúa en Castilla. La conciencia de las dificultades que planteaba el modelo de monarquía federal arrastrado desde el matrimonio de los Reyes Católicos estuvo presente a lo largo del gobierno de la dinastía de los Austrias. Con Carlos V, las tensiones fueron tolerables, pero de las prevenciones que el sistema generaba son bien expresivas las recomendaciones que el Emperador transmitió a su hijo: “Os avyso que en el gobierno de Catalunya seáis mui sobre avyso, porque más presto podríais errar en esta gobernación que en la de Castilla, assi por ser los fueros y contribuciones tales, como porque sus pasiones no son menores que las de otros y ósanlas mostrar más y tienen más disculpas y hay menos maneras de poderlas averiguar y castigar…”.

Las tensiones entre los sectores partidarios de mantener y garantizar la monarquía compuesta y plural y los que consideraban que ésta era ingobernable estuvieron presentes a lo largo de los siglos XVI y XVII.
En el reinado de Felipe II, las presiones del sector centralista se acentuaron y las tentaciones de este rey de romper el mecanismo de funcionamiento fueron muy grandes, en situaciones límite como la de 1585 en Cataluña y, sobre todo, la de 1591 en Aragón. La verdad es que resistió las tentaciones y todo se mantuvo sin cambiar. Durante el reinado de Felipe III, el sistema aún pudo mantenerse gracias al hábil juego dialéctico llevado a cabo por la monarquía para atraer a las clases dirigentes locales, pero en el periodo de Felipe IV el equilibrio se rompió con la política uniformizadora de Olivares y la situación se saldó con la ruptura secesionista.

La lengua del Imperio. 
En 1640, Cataluña y Portugal se separaron de la monarquía: Portugal, definitivamente; Cataluña, sólo temporalmente. La solución Olivares no prosperó. Los costes de la cirugía unitarista, independientemente de los fundamentos que la amparasen, fueron absolutamente contraproducentes. Cataluña retornaría a la monarquía en 1652. De la experiencia pareció aprenderse: el llamado neoforalismo de Carlos II implica un reconocimiento al menos de la delicadeza de la articulación centro-periferia, de la necesidad de renovar viejos pactos, de asumir que el problema de Cataluña era consustancial al problema de España. Es posible que el neoforalismo de la monarquía de Carlos II fuese una ficción, pero lo cierto es que buena parte de la sociedad creyó en su viabilidad histórica. Y por eso Cataluña apostó después de la muerte de Carlos II por la continuidad, justamente la opción contraria a la que había tomado en 1640.

Los aglutinantes principales de la monarquía de los Austrias fueron la idea de misión o destino providencialista de la monarquía como garante de catolicidad, el sentido de la representación y la obsesión por la imagen a costa de cualquier precio y, por último, el prestigio de la cultura castellana, convertida en el eje identitario por excelencia. Aquel principio que había planteado Nebrija en la dedicatoria de su Gramática castellana, que hacía a la lengua “compañera del Imperio”, se robusteció a lo largo de los siglos XVI y XVII. La fascinación que la cultura española del Siglo de Oro ejerció en Europa fue inconmensurable, y la infinidad de traducciones y ediciones extranjeras de las obras literarias españolas es el mejor testimonio de ello.

De la expansión a la decadencia. 
Pero no todo fue de color rosa. La violencia de los Tercios españoles, al lado de las imágenes épicas, suscita también no pocas críticas. Hitos como el saco de Roma de 1527 o el de Amberes de 1576 son, al respecto, relevantes. La realidad económica española refleja, por otra parte, el patético desaprovechamiento del metal precioso americano. ¿Dónde se invirtieron aquellas 185 toneladas de oro y 16.880 toneladas de plata arribadas a España desde las Indias?

La misma visión de España en Europa y América es testimonio del fracaso o de la incapacidad española para construir una buena imagen de la monarquía. La llamada Leyenda Negra se impuso sobre todos los intentos de elaborar un narcisismo hispánico. Hubo una Leyenda Negra de la expansión y otra de la decadencia. La primera se hizo fustigando la ambición y el ejercicio tiránico del poder. El mejor reflejo es la Apología de Guillermo de Orange. La segunda se elaboró ironizando sobre la capacidad militar española y subrayando las grietas del edificio político. La representa bien Richard Hakluyt cuando dice: “España es una vasija vacía que al ser golpeada emite un gran ruido a distancia, pero acérquese y obsérvela: dentro no hay nada”.

Detrás de ambas leyendas estaba ciertamente la propia autocrítica hispana, que contribuyó decisivamente a debilitar los fundamentos de su monarquía. La ironía con la que el propio Cervantes (que se inserta en lo que hemos llamado el primer 98 español) ridiculizó el catafalco que se hizo en Sevilla a la muerte de Felipe II es reveladora. Su crítica de la arrogancia huera que se escondía tras el trascendentalismo mesiánico del rey se hace explícita en el terceto final de su célebre soneto: Yluego,incontinente,/calóel chapeo,requiriólaespada,/miróalsoslayo,fuese,ynohubonada. Entre el todo y la nada: esta fue la oscilación permanente de la monarquía de los Austrias.

En­tre el to­do y la na­da
RICARDO GARCÍA, Ricardo :Entre el todo y la nada .
Muy interesante  Historia(Núm 46,1 de març de 2013)


L'estat espanyol té 5 segles d'existència
España se convirtió en un imperio esencialmente porque añadió los territorios americanos. Primero fue un grupo de pequeños reinos, que se unieron sobre todo por el acuerdo entre Castilla y Aragón. Luego, a través de hábiles políticas matrimoniales, juntaron un imperio europeo. Más tarde, territorios patrimoniales de Austria y los derechos al Imperio Romano Germánico. Al mismo tiempo, fue incorporando unos espacios cada vez mayores en América y eso hizo que la gran monarquía se convirtiera en una formación imperial. Su relieve territorial y económico fue muy fuerte y pudo mantenerse gracias a la llegada de los metales procedentes de América; sobre todo, la plata, la gran divisa de la época. Este metal era fundamental para mantener ejércitos, comprar obras de arte, construir ciudades… México estaba lleno de plata y en Perú había una mina monstruosa, la del Potosí. España pudo pagar ejércitos que la ayudaron a mantener la guerra en el exterior y no en el interior, lo que preservó al país de otros errores. Los Reyes Católicos construyeron un Estado que ha influido en España hasta nuestros días ¿De qué tipo era?


Sí, y caracterizaba no sólo a la española, sino al resto de las monarquías absolutas del siglo XVI: Francia, Inglaterra, Portugal... El historiador británico John Elliot, el profesor más importante de la historiografía moderna de España, las denominó “monarquías compuestas”, porque eran Estados dentro de los cuales había muchos reinos que funcionaban de un modo, digamos, federal. Aragón, Cataluña, Navarra o Castilla tenían sus cortes y todas se unían en el vértice de los reyes, que asumían atribuciones federales. En España todos estos Estados están juntos, con sus desafecciones y problemas, desde hace más de 500 años. La época de los Austrias fue más federal; la de los Borbones, más centralista; luego hubo un periodo liberal de mayor unión, cuando las cortes eran únicas; más tarde España se dividió en provincias que no tenían que ver con reinos históricos, hasta que resurgieron las personalidades de las regiones y la España de las autonomías lo reconoció. Pero el tipo de Estado, sin ser perfecto, existe desde hace cinco siglos.

Entrevista a MARTÍNEZ SAW, Carlos
“Los Aus­trias crea­ron un Es­ta­do de ti­po fe­de­ral”
Por Ame­lia Die, pe­rio­dis­ta. Fo­tos: Ni­nes Mín­guez
Muy Historia
1 de març de 2013


El pri­mer im­pe­rio glo­bal

Nunca un rey tuvo mejores abuelos. El joven Carlos de Habsburgo, nacido en el redondo año de 1500, gozó de la especial fortuna de heredar los reinos europeos sobre los que tenían derechos cada uno de sus abuelos y que pasaron a sus padres: Juana la Loca y Felipe el Hermoso. Con esta favorable alineación dinástica de la que tan escasos monarcas han podido beneficiarse a lo largo de los siglos, cambiaría la historia de España, del Viejo Continente y no es exagerado decir que también de buena parte del mundo. Amparado en esa inmejorable cuna en la que había nacido, en los posteriores azares sucesorios que le fueron tan favorables y en maniobras palaciegas que tuvieron no poco de traición a su madre, Carlos alumbró un proyecto espectacular: la monarquía universal, que se extendió sobre tres continentes y circunnavegó los cinco. Con su ambición, convertiría a España en la iniciadora de la llamada “era de los imperios”, llevándola al liderazgo del mundo moderno. Siglos después y con un país que ha pasado en pocas décadas del atraso al espe- jismo de la riqueza rápida y, luego, a una severa crisis, ese relumbrón imperial aún se observa con una mezcla de nostalgia y extrañeza. ¿Cómo fue posible?
Castilla, Aragón, Borgoña y –lo más importante– el Sacro Imperio Romano Germánico que creara Carlomagno fueron los reinos que recibió en herencia Carlos, en el rutilante periodo que va desde 1515 a 1519. Primero se le concedió el ducado borgoñón (compuesto básicamente por el Franco Condado, Flandes y los Países Bajos), que correspondía a su abuela María de Borgoña y a los que renunció el viudo de ésta, su abuelo Maximiliano de Austria, para que recayesen en su nieto. Luego vendrían las coronas de Castilla y Aragón, para apoderarse de las cuales el joven Carlos y sus asesores flamencos prepararon una maniobra no legítima pero que resultó muy práctica: su solemne proclamación de 1516 en Bruselas, como rey de ambas “juntamente con la católica reina, mi señora”, que no era otra que su desacreditada (¿injustamente?) madre Juana la Loca,
poseedora de los derechos dinásticos como primera descendiente viva de Isabel y Fernando.
Tras este golpe maestro –un matricidio político–, Carlos contaba con una corona de prestigio que le situó en buena posición para aspirar a la máxima distinción posible para un rey en aquella época: el título de emperador, o “rey de romanos”; es decir, de la cristiandad. Lo ostentaba su abuelo Maximiliano, pero a su muerte en 1519, Carlos tuvo que someterse al sistema electivo para aspirar al título y su rival no era baladí: Francisco I de Francia. Sin embargo, los electores eran príncipes alemanes, más próximos a los Habsburgo, y Carlos supo engrasar su voluntad con suculentos donativos cuyas cifras son conocidas: en total se gastó 850.000 florines de oro en convencerlos, dinero adelantado por los banqueros Fugger a cambio de concesiones en Castilla, territorio que, al fin y al cabo, acabaría pagando la elección imperial de un rey nacido y educado en Flandes, asesorado por flamencos e italianos y más atraído en ese momento por el fasto de las cortes centroeuropeas que por la lejana España.
Monarquía universal. Pero las dimensiones de la herencia reunida por Carlos hacían que su título de emperador fuese mucho más que una distinción rimbombante, como había pasado hasta entonces. Desde un punto de vista geopolítico, sus reinos se asentaban sobre tres grandes puntales: uno, el dominio del Mediterráneo, a través de los territorios marítimos de la Corona de Aragón en Cataluña, Valencia, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, que tan bien había gestionado Fernando el Católico; otro pilar centroeuropeo, que se extendía a través del llamado “Camino español”, desde las costas de Flandes y Holanda, cruzando el Franco Condado, hasta el corazón de Alemania, la montañosa Austria y el norte de Italia. Y otro, quizás el más fenomenal, el pilar atlántico, aportado por el descubrimiento del Nuevo Mundo por Colón, con un próspero desarrollo comercial a través de la Casa de Contratación, el puerto de Sevilla y la ruta de la llamada Carrera de Indias. La idea de monarquía universal muy pronto se inscribió con letras mayúsculas en el ideario carolino. Definida por consejeros como el piamontés Mercurio Gattinara, marcaría toda la acción política de Carlos, quien es recordado por haber pasado la mayor parte de su reinado viajando sin tregua por sus dominios euro- peos. Se concretaría en dos objetivos políticos: “Paz entre cristianos, guerra contra infieles”.
Tan diversos territorios, habitados por culturas distintas, requerían de algún nexo que los uniese. Además de la diplomacia matrimonial, que Carlos I llevó a cabo utilizando a todos los miembros de su parentela (legítimos o bastardos) para sentar Austrias en muchos de los tronos europeos, existía un propósito común que otorgaba sentido al imperio: la religión. Todos los reinos se reunieron en torno a la idea de cristiandad (frente a los musulmanes otomanos o berberiscos) y muy en particular de catolicidad (ante la creciente pujanza del protestantismo en los dominios alemanes del Rey). Así, con el pegamento ideológico de la fe católica, Carlos I aglutinó a la mayor parte de una Europa diversa.
Por ello, no sin cierta razón, historiadores y politólogos contemporáneos han visto su imperio como un precursor de la actual unificación europea. Incluso es patente la integración de miembros de todos los reinos en la administración imperial, demostrada en las diversas nacionalidades de los consejeros reales. En esa Comunidad Católica Europea, la única gran ausente fue Francia, sempiterno enemigo de la dinastía de los Austrias.
El rasgo más grandioso del imperio –pero también la principal causa de su agotamiento– es que se proyectó con igual fuerza en todos sus objetivos de influencia. Intentó ser realmente global. En algunas zonas le resultó más fácil, como los reinos de las Indias. Allí la dominación fue muy fuerte y rápida: “En el siglo XVI se puede observar ya el surgimiento de un Atlántico auténticamente español”, ha descrito recientemente el historiador John H. Elliott. De 1504 a 1550 se vivió un espectacular aumento de la extracción de metales preciosos y también del comercio transatlántico. Sevilla era la nueva Bizancio, la gran metrópoli mercantil que conectaba dos mundos. En las Indias y con la excepción inicial de los aztecas, apenas encontraron los españoles otros enemigos que les planteasen serios problemas, más allá de sus propios y ambiciosos conquistadores. Los nuevos reinos americanos (los Austrias nunca los degradaron a la condición de “colonias”, como haría el imperio británico), se convertirían pronto en el baúl del tesoro del Imperio, literalmente.
No hubo tantas facilidades en Europa, donde Carlos tuvo rivales de fuste que le obligaron a guerrear sin pausa. El oro y la plata de América apenas se veían en España, pues iban directos a saldar las deudas europeas del emperador. Eso provocaría el rápido desencanto de Castilla y Valencia con un imperio del que apenas se beneficiaban, abriendo la puerta a los respectivos conflictos internos de las Comunidades y Germanías, que sacudieron el reino muy tempranamente. Las luchas contra franceses y protestantes se saldaron mayoritariamente a favor del emperador, con victorias clave como la de Pavía ante Francisco I (1525) y la de Mühlberg (1547) frente a los príncipes alemanes, pero fue a costa de quedarse en bancarrota. Además, no lograría su objetivo de unir a la cristiandad; es más, tuvo que ceder a la división religiosa de los territorios alemanes entre católicos y luteranos con la Paz de Augsburgo (1555), uno de sus últimos actos como soberano.
La consolidación. Cuando un agotado Carlos I abdica poco después en su hijo, Felipe II, este empezará un reinado marcado también por enormes posesiones, que incluso logrará aumentar. Con la incorporación de las islas asiáticas, llamadas en su honor Filipinas, en 1571, y la anexión de Portugal en 1580 (que aporta múltiples
posesiones africanas y asiáticas) hará realidad la famosa frase de que en sus dominios nunca se ponía el sol.
Sin embargo, consciente quizás de la dificultad de mantener tan dilatados territorios, Felipe II ya había renunciado a optar al título de emperador (que pasó a su tío Fernando) y gobernó “un imperio sin emperador”, como ha escrito el historiador José Luis Betrán. Actuaría así desde un punto de vista más español, ya que eligió nuestro país como su residencia y a Castilla como su base ideológica.
No es que Felipe II careciera de mentalidad imperial. Una prueba inequívoca es que no duda en echarse al campo de batalla por sus derechos a la corona de Portugal. Pero este mismo afán indica su perspectiva, alternativa a la de su padre: para él fue un acariciado anhelo reeditar la unión de la península Ibérica, viejo recuerdo de las primeras glorias de la monarquía castellana ante el Islam. Felipe, “el rey prudente”, también soñaba, sí, pero sus sueños fueron muy distintos a los de su padre.
Muy cercano a la Iglesia. Antes de aspirar a Portugal, en sus largos 25 años de gobierno iniciales, el Rey había optado por una política en la que su reputación estaba más vinculada a su condición de garante del catolicismo que al acrecentamiento territorial. La seña de identidad de Felipe II fue la religiosidad de su corona, por lo que su ideología en el trono es la llamada monarquía católica, en lugar de la monarquía universal de su padre. Ya en 1566, Felipe II le escribía al Papa en referencia a las guerras de fe en las que se ve envuelto en sus dominios de Flandes: “Antes de sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y del servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas que tuviese, porque yo ni pienso ni quiero ser señor de herejes”.
Esta divisa sería clave en muchos de los movimientos que distinguen la política exterior castellana en la época filipina. Y la mantendrá de forma harto inflexible, ya sea al tratar sin piedad a los rebeldes calvinistas neerlandeses, como ordena hacer al duque de Alba para aplacar su primera gran rebelión en 1567, o al inmiscuirse dos décadas después en asuntos como los problemas sucesorios de Francia, asustado ante la posibilidad de que un hugonote (protestante francés), el príncipe Enrique de Navarra, acabara siendo el soberano del gran Estado rival de la monarquía.
La incapacidad de gestionar bien el particular caso de Flandes acabaría siendo uno de los principales factores de la posterior decadencia del Imperio español durante el reinado de los Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II). Aunque Flandes se complementaba muy bien económicamente con Castilla, la lana en bruto exportada desde Burgos era convertida en tejidos por los artesanos de Flandes y vendida a todo el mundo por sus comerciantes, apenas había otros nexos culturales comunes que pudieran crear una identidad compartida.
Ya Carlos I había sido consciente de las dificultades de gobernar un territorio tan lejano, y el corto matrimonio de su hijo Felipe con María Tudor de Inglaterra había tenido el objetivo último de que un soberano más próximo a esa zona rigiese sus destinos. Porque el problema de Flandes nunca fue sólo religioso. El inicio del distanciamiento, en 1559, mucho antes de la primera rebelión, arranca con la postergación de los nobles de más postín de los Países Bajos, ninguno de los cuales fue escogido por Felipe II para formar parte del Consejo Real que asesoraría a la nueva gobernadora, su hermanastra Margarita de Parma. La
falta de integración de los nobles en la nueva élite dirigente los iría arrastrando hacia la insubordinación, apoyando la causa calvinista que había calado entre las clases populares. Ni las 1.200 ejecuciones del duque de Alba serían suficientes para solucionar los levantamientos en Flandes que, como la hidra de siete cabezas, irían resurgiendo. Cierto es que la distancia respecto al centro de decisiones (otra dificultad del Imperio español) complicó también la resolución política o militar del conflicto.
Felipe, que se había planteado gobernar recurriendo menos a la guerra que su padre, no podría evitar el mismo destino. Después de Flandes vendría la nueva rivalidad con Inglaterra (con cuya anterior reina había estado casado). Su miedo a un nuevo gran enemigo internacional le arrastró a la operación de la Armada Invencible, saldada con el conocido desastre de 1588. En el Mediterráneo ya había tenido previamente fracasos sonados frente al otro aspirante a dominarlo, el Imperio otomano, como la batalla de Los Gelves (1560). Pero al menos Felipe conseguiría resarcirse en 1571 con el que pasaría a ser el principal hito por el que se le recuerda: la victoria en la batalla de Lepanto al mando de la Liga Santa, un ejemplo del liderazgo de la cristiandad que tanto le motivaba.
El fin de la hegemonía. La profusión de guerras tuvo un precio: en su reinado, Felipe II debió declarar tres quiebras o suspensiones de pagos (1557, 1575 y 1596), superando así el número de bancarrotas de su padre. El dato es aún más negativo si se tiene en cuenta que los años de Felipe en el trono coincidieron con una de las etapas de mejores resultados de la carrera de Indias, la obtención de recursos de las posesiones americanas. Entre 1562 y 1620 se vivió un ciclo de crecimiento coronado por el descubrimiento de las minas de Huancavelica, en Perú, en las que se lograron “unos niveles de extracción de plata sin parangón, que multiplicarían enormemente la producción del Potosí”, según el historiador Juan Jesús Bravo Caro. Los reinos americanos fueron el bálsamo benéfico que cicatrizaba las heridas europeas. Tres cuartos de millón de personas emigraron a América durante los primeros tres siglos del Imperio, demostrando su atractivo económico, como el que hoy ejercen los países desarrollados sobre el Tercer Mundo.
Pero el cordón umbilical de los galeones de Indias no sería suficiente por siempre. Después de 1620, el pulmón americano, además de estar amenazado por los corsarios, se queda exhausto durante unos decisivos años que coinciden con el ascenso de Francia como potencia hegemónica. El conde duque de Olivares, valido de Felipe IV, intentará copiar el modelo absolutista de los Borbones para España, pero tendrá muchos problemas internos para ello, y la derrota en la batalla de Rocroi en 1643, a pesar de la heroica imagen de los últimos Tercios resistiendo a pie firme a la caballería gala del duque de Enghien, certificó el cambio de liderazgo en Europa.
Ciertamente, los Austrias duraron mucho más, su último representante, Carlos II, muere en 1700, y las posesiones de ultramar se mantendrán mayoritariamente hasta que el absolutismo cerril de Fernando VII desencadene las independencias de América del Sur en la segunda década del siglo XIX. Pero para entonces el Imperio español no era sino una pálida sombra, un anciano y ajado traje que se deshilachaba cada vez que un rey desnudo intentaba lucirlo. Con sus costuras reventadas por una envergadura excesiva que ningún gobernante supo adelgazar (y tuvieron décadas para hacerlo), ya no podía vestir a nadie.

MARTOS, José Ángel (pe­rio­dis­ta y es­cri­tor)
Muy interesante  Historia(Núm 46,1 de març de 2013)






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